Traducción de la Biblia 13 Núm. 1

(2003)

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El Lenguaje Simbólico en la Biblia

Armando J. Levoratti

La producción de símbolos responde a la necesidad humana de conferir un sentido a la vida individual y colectiva. Esta necesidad puede parecer menos urgente que la de procurarse alimento o resguardo físico, pero no por eso es menos perentoria. Tan esencial resulta la búsqueda de sentido, que casi siempre se prefiere el sentido a la vida y, como lo atestiguan los mártires, se aprecia más una muerte con significado que una supervivencia desprovista de él.

Incluso los filósofos del absurdo se ven obligados a recuperar un sentido para la vida, aunque más no sea el sugerido por el mito de Sísifo. Sísifo sufre un castigo eterno por haber pretendido emular a los dioses. Su ascensión hacia la altura con la roca a cuestas no está sostenida por la esperanza. La roca volverá a caer apenas llegue a la cima de la montaña, y él lo sabe. Pero acepta con intrepidez su destino desesperanzado, porque estar privado de esperanza no es desesperar; basta el esfuerzo que impone la subida para llenar un corazón humano. Por tanto, dice Albert Camus, hay en su tormento una secreta alegría. «También él considera que todo está bien. Este universo sin dueño no le parece estéril ni vano… Hay que considerar a Sísifo feliz»

Esta opinión la comparte el Gran Inquisidor de Los hermanos Karamazov. Él ataca la interpretación cristiana de la frase «No sólo de pan vive el hombre» porque exagera la buena voluntad para el sacrificio de la gente común. Pero el gran cínico admite, al mismo tiempo, que el ser humano prefiere no vivir a vivir una vida sin sentido, es decir, sin el objeto de una absoluta o apasionada devoción.

El poder del simbolismo radica en su capacidad para hacer presente una ausencia. El símbolo capta un significado y lo transfiere a un significante sensible (visual, auditivo, táctil), que se percibe más fácilmente porque está adherido a una realidad material. Presente en el mundo de las cosas, el símbolo arroja un significado que trasciende los fenómenos físicos; re-presenta objetos o realidades que no están física y sensorialmente presentes, y es, en cuanto representación de una ausencia, meta-físico en el sentido más riguroso del término.

Cualquier práctica humana incluye una dimensión simbólica. Incluso la actividad económica contiene un alto grado de simbolismo, como lo muestran, por ejemplo, la producción de bienes de prestigio y el mismo sistema monetario, que es esencialmente representativo y simbólico (la moneda, y más todavía el papel moneda, hacen las veces representativamente de bienes materiales no presentes).

La comunicación humana en general trabaja con símbolos y con gestos que encierran un cierto simbolismo. El medio más importante de comunicación es el lenguaje articulado. Pero los mensajes no verbales desempeñan también un papel nada desdeñable. Una mirada o una sonrisa pueden revelar un deseo de interactuar y así abren la comunicación sin necesidad de recurrir al lenguaje hablado. Y viceversa: un simple gesto de cansancio o de aburrimiento (como el hecho de mirar el reloj) puede servir de señal para cerrar la comunicación. El rostro es un emisor constante de señales, unas voluntarias y otras inconscientes. Los juicios que formulamos acerca de la personalidad se fundan ante todo en las características faciales, que son la fuente primaria de información acerca de las personas. A partir de la configuración del rostro adjudicamos a cada individuo una edad, un sexo, una raza, y luego asociamos con esas percepciones características tales como la simpatía, el cinismo, la hipocresía o el carácter débil o fuerte.

Los símbolos y las realidades

simbolizadas no se corresponden punto por punto. Las correspondencias pertenecen al orden de la analogía, no de la perfecta identidad. Por eso, siempre que los significados se transfieren de un sistema a otro queda en ambos sistemas un residuo que no se expresa en forma adecuada. Cuando se intenta traducir a términos conceptuales el significado de un determinado símbolo o conjunto de símbolos (piénsese, por ejemplo, en el simbolismo de la luz tal como se despliega en la liturgia de la vigilia pascual), la traducción, por indispensable que sea, resulta en parte deficiente. El símbolo es sugestivo; dice más de lo que puede expresarse con palabras; posee un hondo contenido emocional y una «reserva de sentido» de manera que el trasvasamiento de significados implica siempre un cierto reduccionismo: el sistema simbólico siempre expresa y sugiere algo más de lo que el intérprete del símbolo puede traducir al sistema conceptual.

La omnipresencia de los símbolos en el comportamiento humano ha traído como consecuencia el intento de definir al ser humano por su capacidad simbólica. El hombre es el animal capaz de simbolizar, y gracias a esta simbolización encuentra un sentido en la realidad y en su propia vida. De ahí la incongruencia de aquellos que pretenden desvalorizar lo simbólico por temor a la alienación religiosa, o porque no quieren perderse en construcciones puramente ideales. Se contrapone lo «real» a lo «simbólico» como si este último fuera pura ilusión. Pero ese rechazo (bastante frecuente en algunos sectores del mundo religioso contemporáneo) ignora por completo lo que enseña cualquier antropología: que el ser humano accede a su humanidad y existe en cuanto tal por su facultad de distanciarse de lo inmediato y de representarlo simbólicamente.

Léase, por ejemplo, la autobiografía de Helen Keller y se verá de inmediato la potencia humanizadora del símbolo. La niña ciega y sordomuda había estado casi completamente encerrada en sí misma, y como atascada en la inmediatez de las cosas, hasta el momento en que descubrió que las líneas que la institutriz trazaba en su mano, mientras el agua de la fuente caía sobre ella, eran un signo que significaba «agua». Por esa apertura al mundo de los signos surgió para ella una realidad distinta, la del orden simbólico, que es el lugar donde habita y se realiza lo específicamente humano del hombre.

El lenguaje simbólico en la Biblia

Un lugar privilegiado del simbolismo es el lenguaje poético, y como una parte considerable de la Biblia está constituida por textos poéticos, resulta claro que el simbolismo ocupa en ella un sitio de primordial importancia. La Biblia, dice Maurice Cocagnac, es capaz de utilizar todas las formas de simbolismo para expresar las bellezas de la creación y las miserias de una humanidad inquieta y muchas veces pervertida.[1] Los relatos antiguos, los mensajes proféticos y los escritos sapienciales han sabido utilizar, además, lo que a veces se ha definido como la parte débil del símbolo: su ambivalencia. Las cosas hablan, pero pueden sugerir realidades divergentes, positivas o negativas. El agua, por ejemplo, entraña un poder multiforme de simbolización: por una parte, quita la sed y brota de la fuente que siembra la vida a su paso; por la otra, es una fuerza que irrumpe, inunda y destruye. Como elemento de vida o de muerte, es también indeterminada en su simbolismo, hasta que una u otra de sus virtualidades se actualiza en la fuente de agua viva o en las lluvias torrenciales del diluvio. Lo mismo sucede con los otros grandes símbolos cósmicos: la luz ilumina pero también encandila y enceguece; el fuego calienta en el hogar pero arde y consume con furia en el incendio; el vino alegra el corazón pero bebido con exceso embriaga y lleva a la locura; el amor es fecundo pero la pasión desbordada puede ser mortal.

El viento es otro fenómeno rico en significados simbólico. Ante todo, es el soplo que hace posible la respiración, de manera que el último suspiro abre las puertas de la muerte. Transferido a Dios, es el aliento vital y la potencia de vida por excelencia, que renueva todas las cosas (Sal 104.30) y hasta reanima los huesos calcinados (Ez 37.1-14). Ese soplo del Señor da la vida, y su efecto no es solamente la corriente de vida orgánica, sino también la actividad consciente, la inteligencia y el amor. De ahí la potencia del ruaj, esa energía divina que interviene en la Biblia de distintas maneras y que en el Nuevo Testamento se manifiesta con rasgos personales y se llama Espíritu Santo.

También es interesante señalar la presencia del elemento simbólico en la celebración de la Eucaristía. Este sacramento ha sido objeto de una larga reflexión cristiana y de numerosos debates. Católicos y protestantes no siempre están de acuerdo, porque los primeros insisten en afirmar la presencia «real» de Cristo en el pan y el vino ofrecidos y consagrados, y los otros se inclinan más bien a considerar la Cena como un acto «simbólico». Una vez más se opone lo «simbólico» a lo «real» como los dos términos de una antinomia, cuando en realidad son tan esenciales uno como el otro. Porque el hecho es que Jesús instituyó ese sacramento al término de una larga tradición judía, que atribuía a la comida en común un profundo simbolismo. La comida no aporta solamente las calorías necesarias para mantener el buen funcionamiento del organismo, sino que la simbólica del alimento está llena de sentido, y la palabra «pan» puede significar mucho más que la porción de harina molida, amasada y cocida. De ahí que Jesús haya podido decir de sí mismo: «Yo soy el pan de vida» (Jn 6.35).

La metáfora

Paene omne quod dicimus metaphora est, dice el viejo adagio latino. A veces el carácter metafórico de una expresión se pone en evidencia de inmediato. Cuando el salmista invoca a Yahvé llamándolo «mi Roca» o «mi Luz» o cuando el profeta declara que «el Señor ha puesto su mano» sobre él, es obvio que están empleando un lenguaje metafórico..[2] Pero otra veces el trasfondo metafórico de una expresión pasa desapercibido: se ha producido el fenómeno que los lingüistas llaman «lexicalización» y la metáfora ha quedado de tal modo incorporada al sistema de la lengua que ya nadie (o casi nadie) advierte su presencia. De ahí la necesidad de distinguir la metáfora literaria, que es una creación personal y pertenece al discurso, de la metáfora lexicalizada, que bien podría llamarse «fosilizada» porque en su origen fue una auténtica metáfora pero dejó de serlo al convertirse en un signo más dentro de la lengua.

El lenguaje ordinario está lleno de esas metáforas enfriadas. Las locuciones más usuales son metáforas que han perdido todo poder de sugestión (pluma estilográfica, hoja de papel, lomo del libro, raíz cuadrada, abordar un tema, abrigar una esperanza). Con el paso del tiempo, nuevos matices y connotaciones se han superpuesto sobre la acepción primera de las palabras, y hay que realizar un esfuerzo para recuperar la metáfora escondida en la expresión proverbial o en la frase común..[3]

La naturaleza de la metáfora ha dado lugar a innumerables controversias, pero una cosa es clara: su estructura incluye siempre dos términos. De ahí la terminología que a veces se emplea: el tenor es la cosa de la que se habla; el vehículo es el término con que se la compara; el fundamento es el rasgo o los rasgos que ambos elementos tienen en común.

La presencia de estos dos términos («el Señor es mi luz» «el Señor es mi Roca») ha llevado a definir la metáfora como una sustitución: «La metáfora (meta-fora), dice Aristóteles, consiste en dar a una cosa un nombre que pertenece a otra cosa, produciéndose así la transferencia (epi-forá) del género a la especie, o de la especie al género, o de la especie a la especie, o con base en la analogía» (Poética 1457). La metáfora consistiría entonces en una transferencia, es decir, en dar a una cosa que ya tiene nombre propio un nombre que pertenece a otra cosa, sobre la base de cierta semejanza o analogía.

Por tratarse de un tropo o figura que presenta como idénticos dos términos distintos, su fórmula más sencilla corresponde al esquema «A es B» (toda carne es hierba, dice el Deuteroisaías [Is 40.6]), mientras que la más compleja consiste en una mera sustitución: «B en lugar de A»: hierba (en lugar de carne). En ambos casos, A es el término metaforizado y B el término metafórico.

Ahora bien, como toda metáfora supone una cierta semejanza entre los elementos que la constituyen, se ha pensado que toda expresión metafórica puede reducirse a un fenómeno de sustitución. Así, por ejemplo, cuando el evangelio llama a los discípulos de Jesús «pescadores de hombres» no haría otra cosa que sustituir una expresión por otra. En tal sentido, se ha podido comparar la metáfora con el tabú. El tabú elude la cosa sagrada (peligrosa o temida); el tabú onomástico sustituye por otro el nombre vedado (en el judaísmo, se dice Adonai, «Señor» siempre que en el texto aparece el tetragramma ineffabile YHWH). De manera similar, la metáfora evita llamar a la cosa por su nombre y se refiere a ella con una circunlocución o rodeo de palabras que embellece el discurso o confiere especial relieve a una cualidad o nota peculiar de la realidad metaforizada. Las palabras se desprenden de su significado literal y pasan a designar algo distinto.

Esta descripción no es del todo falsa, pero resulta insuficiente, ante todo, porque no toma en cuenta la auténtica novedad que la metáfora introduce en el discurso (poético o no). De ahí la necesidad de prestar atención a una característica de la expresión metafórica que permite definir más precisamente su verdadera naturaleza.

Para empezar, es obvio que la semejanza positiva es la primera articulación del aparato metafórico. Toda metáfora presupone de algún modo la percepción intuitiva de una similitud entre cosas desemejantes. Necesitamos el parecido real como fundamento de la transposición que constituye la metáfora. Pero no es ese su único elemento ni tampoco el más importante. Lo realmente esencial es el nuevo objeto que resulta de la transposición. Esto significa que la metáfora implica algo más que la mera sustitución de una palabra por otra (o de una cosa por otra) y que el factor fundamental es la modificación del sentido semántico de los términos. En el ejemplo antes citado («el Señor es mi Roca»), la palabra «roca» no ha suplantado pura y simplemente a la expresión «el Señor». El salmista atribuye a Dios una cualidad de las rocas –la consistencia y firmeza– sabiendo que firmeza de Dios no es la misma que la de las rocas. La palabra roca se reviste entonces de un valor simbólico y ya no designa simplemente un elemento material o un simple accidente de la geografía, sino que pasa a representar una firmeza trascendente, infinitamente superior a la estabilidad y resistencia de las cosas materiales.

Este efecto de la transposición metafórica se realiza siempre, de una manera o de otra. Cuando se dice, por ejemplo, que los discípulos de Jesús son «la luz del mundo» se ha efectuado un desplazamiento semántico. Si el lector o el oyente interpretan la metafóra correctamente, saben que aquí no se trata de la luz material, sino de una realidad que posee ciertas cualidades propias de la luz sin llegar a identificarse totalmente con ella. La irradiación que brota de la realidad significada se asemeja de algún modo al fulgor de la luz, pero la semejanza corre pareja con la distinción, porque el referente, en este caso, no es la luz natural que procede del sol, de la luna o de una lámpara encendida, sino que son los discípulos de Jesús. Así emerge el nuevo fenómeno de los «discípulos-luz» que implica al mismo tiempo un indicativo y un imperativo (es decir, una cualidad inherente a los discípulos y la misión que les corresponde cumplir): ellos son la luz del mundo y deben actuar como tales.

Por tanto, para que haya metáfora tiene que darse un proceso de sustitución y de fusión al mismo tiempo: apoyados en una semejanza más o menos real, más o menos vaga, afirmamos la identidad de dos realidades diferentes, sabiendo muy bien que la identificación o compenetración de los dos objetos es imposible en el mundo real. Así nos sale al encuentro un objeto que es y no es luz, que es y no es roca. La metáfora enriquece con un nuevo atributo a la realidad metaforizada, y la referencia a una realidad distinta de la significada habitualmente produce un doble desplazamiento de sentido: algunos elementos del sentido literal se suprimen, otros permanecen, y a ellos se suman los provenientes del elemento tácito. En esta nueva estructura verbal, la «roca» metafórica aparece investida de una serie de connotaciones que no tiene la palabra «roca» en sentido propio, y estas connotaciones le vienen de la realidad significada (en este caso, el Señor).

Fuera de la metáfora, las cosas son lo que son y las palabras que las designan pueden tener fronteras tan bien definidas como los objetos designados. Pero cuando la metáfora identifica lo que en la realidad no es lo mismo (el Señor-roca, los discípulos-luz), los significados traspasan sus fronteras y la fusión de lo que es diferente produce el efecto-metáfora: un Dios que es llamado «roca» o un discípulo que es declarado «luz» sin incurrir en el absurdo.

Hay que notar, por otra parte, que las metáforas representadas con la fórmula «A es B« suelen ser las menos frecuentes, tanto en el habla cotidiana como en el lenguaje literario. Mucho más corrientes son las expresiones metafóricas que asocian el sentido literal con la expresión metafórica, como en el «ardor de la ira» el «fuego del espíritu» la «aurora del tiempo» «el ocaso de la vida» la «muerte de una ilusión» la «noche oscura del alma» la «mesa del altar» la «casa de Dios» la «morada de los muertos» el «aroma de sueños en flor» (Juan Ramón Jiménez). La serie podría prolongarse indefinidamente, ya que estas metáforas se filtran en casi todos los intersticios del lenguaje, y de ellas, sobre todo, vale el aforismo mencionado al comienzo: Casi todo lo que decimos es una metáfora.

El enunciado metafórico

Otra forma que pueden asumir las metáforas podría caracterizarse como «enunciado metafórico». Si se examina, por ejemplo, el mensaje escatológico de Juan el Bautista tal como lo refieren los evangelios sinópticos (especialmente Mateo y Lucas), se ve de inmediato que casi en su totalidad está expresado por una serie de metáforas:

raza de víboras;
produzcan el fruto de una sincera conversión;
el hacha ya está puesta a la raíz de los árboles;
el árbol que no produce fruto será cortado
    y arrojado al fuego;
el juez tiene en su mano la horquilla
    y se apresta a limpiar su era;
recogerá el trigo en el granero
    y quemará la paja en el fuego inextinguible.

La autenticidad de la conversión se manifiesta en los «frutos» que produce; las imágenes del «hacha» y de la «horquilla» se refieren al juicio de Dios; la separación de buenos y malos se asimila al trabajo del agricultor en la era, cuando separa la paja del grano. En todos estos casos, hay semejanzas y diferencias, sustituciones y desplazamientos de sentido. Pero sería inútil tratar de reducirlo todo al esquema «A es B» o «A en lugar de B» porque los términos que permiten dar su verdadero sentido a las metáforas (conversión, juez, juicio de Dios) se entremezclan de forma tan inextricable con las expresiones metafóricas que es imposible reducir el proceso a un esquema tan claro y distinto. La metáfora está en el enunciado completo y no en una de sus partes.

En tales enunciados, la metáfora suprime las fronteras de los conceptos y «cruza las especies» ampliando así el poder de sugestión de las palabras. Cuando, por ejemplo, la Edda prosaica.[4] llama al fuego «sol de las casas» a la espada «hielo de la pelea» y a la barba «bosque de la quijada» relaciona cosas distintas mediante conceptos que se repelen y se atraen, se disocian y se juntan, de manera que la cosa significada por el giro metafórico ya es mucho más que el objeto rutinario y conocido desde siempre. La metáfora elude el nombre cotidiano de las cosas, evita que el pensamiento tropiece con su vertiente habitual, y con ese rodeo inesperado saca a la luz del día aspectos nunca vistos del objeto más familiar y cotidiano. La metáfora pasa a ser entonces un modo de comprensión, un procedimiento intelectual que nos hace aprehender aspectos poco explorados de la realidad o imprevistas relaciones entre las cosas.

Una metáfora eficaz ofrece una nueva perspectiva, es como una pantalla a través de la cual contemplamos la realidad de una manera un poco distinta. Esa metáfora, en efecto, o bien filtra los hechos, suprimiendo algunos y poniendo de relieve otros, o lleva a un primer plano aspectos que no llegarían a ser vistos a traves de otros medios.

Una buena metáfora puede asimismo llevar a un cambio de actitudes. Cuando el salmista dice: Yahvé es mi pastor –un pastor que asegura buenos pastos, agua abundante y seguridad en medio de los mayores peligros– está expresando una actitud de absoluta confianza en Dios e invitando al mismo tiempo a compartir con él esa ilimitada confianza. Es la actitud confiada que cada uno debe asumir personalmente en la recitación del salmo, y que el salmista expresa más adelante en un lenguaje más directo: Tu bondad y tu amor me acompañan a lo largo de mis días (Sal 23.6).

Los tropos: metáfora, metonimia y sinécdoque

La teoría literaria ha prestado siempre especial atención a los tropos o cambios de significados. Su número y clasificación varían de un tratadista a otro. Quintiliano enumera trece: metáfora, sinécdoque, metonimia, antonomasia, onomatopeya, catacresis, metalepsis, epíteto, alegoría, ironía, perífrasis, hipérbaton e hipérbole. Más estrictamente, los teóricos modernos consideran que los tropos son en realidad tres: la metáfora, la sinécdoque y la metonimia. Las otras figuras no son más que variaciones, ampliaciones o casos concretos de estas tres, que configuran el fenómeno fundamental. También se hace notar que los tropos no sólo representan estrategias retóricas y literarias, sino que son componentes básicos del proceso que dirige la evolución semántica de la lengua. Un ejemplo típico es la palabra francesa tête («cabeza»), que deriva del latín testa («tiesto» o «maceta»).

Dámaso Alonso propone una definición de metáfora que adolece de cierto hermetismo: metáfora es «la palabra que designa los elementos irreales de la imagen cuando los reales quedan tácitos»..[6]

R. Jakobson define la metáfora como el cambio de una palabra por otra en virtud de una semejanza, y concluye que por tanto se trata de un fenómeno perteneciente al eje de la selección. También la metonimia consiste en la sustitución de una palabra por otra; pero esa sustitución se produce en virtud de la contigüidad de sus referentes, y es un fenómeno propio del eje de la combinación.

Para comprender la naturaleza de los dos ejes mencionados por Jakobson –el eje de la selección y el de la combinación–, conviene recordar que toda lengua consta de elementos paradigmáticos y sintagmáticos, es de decir, de signos que el hablante combina de mil maneras distintas en cada acto de lenguaje, siempre de acuerdo con las reglas de una sintaxis. Hablar, por lo tanto, es seleccionar unidades que el léxico de la lengua pone a disposición del hablante (las palabras) y combinarlas para formar oraciones gramaticalmente correctas, ya que la oración es la unidad elemental de toda comunicación lingüística y la lengua puesta en acción..[7]

Con estos presupuestos se puede establecer la diferencia que distingue a los tres tropos antes mencionados. La metáfora presenta como idénticos dos términos distintos, en virtud de una comparación percibida y puesta de relieve por la persona que se expresa metafóricamente. Es obvio que la identidad no es perfecta, porque entonces desaparecerían el cruzamiento y la fusión propias del como si, que es constitutiva de la metáfora. Esta, en efecto, nos da siempre dos ideas como si fueran una (v.gr. «el maestro es una luz»).

La metonimia, tropo que responde a la fórmula pars pro parte, consiste en designar una cosa con el nombre de otra que está en relación de causa a efecto («vive de su trabajo»), de continente a contenido («tomaron juntos una copa»), de materia a objeto («una bella porcelana»), de signo a cosas significada («traicionó su bandera»), de abstracto a concreto o de genérico a específico («burló la vigilancia»)..[8]

La sinécdoque responde al esquema lógico pars pro toto o totum pro parte y se produce siempre que se toma la parte por el todo o viceversa; v. gr., «la ciudad se ha amotinado», en referencia a los habitantes que forman parte del todo que es la ciudad; o bien: «se vendieron diez cabezas», es decir, diez reses.

El análisis de estas definiciones (con sus respectivos ejemplos) permite ver las coincidencias y las diferencias. Las tres figuras retóricas tienen como ingredientes básicos la sustitución de nombres y la dualidad de significados: «asno» en lugar de «hombre» en la metáfora; «bandera» en lugar de patria, en la metonimia; «cetro» en lugar de realeza, en la sinécdoque. En tal sentido son tropos, porque implican un cambio de significado. Pero sólo una de ellas –la metáfora– cumple con la norma del como si, es decir, con el cruce de especies. Así, por ejemplo, si llamamos a la sangre «rocío de la espada» y al mar «camino de la ballena» las palabras «rocío» y «camino» han quedado afectadas en su significado: de todos los semas que contienen esas palabras se han retenido solamente algunos, y esta retención, según hemos visto, es la que hace posible la metáfora.

Con la metonimia, en cambio, no sucede lo mismo, como puede verse en estos famosos versos de García Lorca:

Antonio Torres Heredia,
hijo y nieto de Camborios,
viene sin vara de mimbre
entre los cinco tricornios.

El poeta ha sustituido la designación de las personas por su sombrero característico, y llama «tricornios» a los «guardias civiles». Se ha dado una sustitución, pero esta no afecta los significados de las palabras, que permanecen idénticos.

En lo que respecta a la sinécdoque, también se da una sustitución. En el ejemplo ya clásico («del puerto zarparon diez velas»), la parte («velas») sustituye al todo («barcos»), pero no se presentan los hechos de una especie como si pertenecieran a otra. Los significados de las palabras permanecen intactos. Aquí tampoco se da el como si propio de la metáfora, que es el punto semántico en el que se entrecruzan los significados: Yahvé-Roca, Cristo-luz, discípulos-sal de la tierra.

El marco cultural de las metáforas

Hay metáforas que se encuentran en las culturas más diversas con significados más o menos parecidos. Así, cuando David dice a Saúl: ¿A quién persigues? ¡A un perro muerto, a una pulga! (1 S 24.15), la metáfora puede ser traducida al castellano sin inconveniente (cf. 1 S 17.43; 2 S 3.8; 9.8; Is 56.11; Sal 59.7,15; Mt 7.6; Flp 3.2; Ap 22.15).

Un epigrama griego declara: «Quisiera ser la noche para mirarte con millares de ojos.» Siglos después, y en otro ámbito cultural, Chesterton define la noche como un monstruo hecho de ojos. «Ambos ejemplos, comenta Borges, equiparan ojos y estrellas, pero el primero expresa la ansiedad, la ternura y la exaltación, y el segundo el terror. Nuestra imaginación acepta los dos.».[9]

Otras metáforas o comparaciones, en cambio, tienen en distintas culturas connotaciones opuestas. Un caso bien conocido es el de Cnt 1.9: Yo te comparo a la yegua de la carroza del faraón. La imagen de la yegua, transferida a la esfera humana, se encuentra en los poemas amatorios de la antigua Grecia y de Arabia. En aquellas culturas sugería la idea de prestancia, agilidad y ardor apasionado. Pero, obviamente, esas evocaciones no coinciden con las que suscita la imagen de la yegua en otros medios culturales.

La razón de esta diferencia radica en las cualidades que se atribuyen a determinados objetos en las distintas culturas. La persona que emplea una metáfora puede aclarar qué propiedades han de ser transferidas de una especie a otra. Pero con mucha más frecuencia sucede lo contrario: no se dan esas aclaraciones, y entonces es preciso interpretar la expresión metafórica apoyándose en lo que Black llama las «trivialidades corrientes» o el «sistema de lugares comunes asociados» a cietos términos. Llamar a un hombre «lobo» o «zorro» sin especificar qué cualidades de esos animales se transfieren a él, implica que tanto el emisor como el intérprete comparten el conjunto de creencias corrientes acerca de los lobos y los zorros en su propio medio cultural. Por ejemplo, que el zorro es astuto y taimado, y que el lobo es un «rudo y torvo animal» «bestia temerosa, de sangre y de robo» que

devora corderos, devora pastores
y son incontables sus muertes y daños..[10]

Si se dice, en cambio, «ese hombre es un león» la metáfora puede tener connotaciones positivas o negativas de acuerdo con el contexto: la fuerza indomable y la fiereza del león lo hacen temible; pero su condición de «rey de la selva» su color dorado y la distribución radial de la melena que rodea su cabeza invitan a ponerlo como majestuoso guardián de los templos. También la heráldica confiere a la figura del león un significado positivo, cuando lo presenta manteniendo el escudo de armas; y en la iconografía cristiana el león alado simboliza al evangelista Marcos..[11]

La Biblia menciona con frecuencia al león, tanto en sentido positivo como negativo. Dios es comparado a un león por su poder y justicia; la tribu de Judá es como un cachorro de león (Gn 49.9), y el mismo Cristo es llamado León de Judá (Ap 5.5). Pero, en sentido contrario, también se identifica al demonio con un «león rugiente» que «anda buscando a quien devorar» (1 P 5.8)..[12]

El símbolo

Según hemos visto, es posible evocar objetos ausentes por medio de diversos sustitutos: retratos, esquemas, signos, palabras, representaciones imaginarias y conceptos. El retrato representa a la persona, el embajador al jefe de Estado, el abogado a su cliente, el mapa al país, la palabra al concepto y el concepto al objeto..[13]

Los signos que reproducen los rasgos físicos de una determinada realidad material suelen llamarse signos icónicos o simplemente íconos. Una fotografía es un ícono. Cuando miramos la foto de alguien, no vemos a la persona misma, sino un signo que la representa. Por eso la mirada no se detiene en la imagen, sino que la atraviesa hasta llegar a la persona. Representada por la foto, la persona se hace presente a la conciencia, y por medio del signo nos ponemos de algún modo en comunicación con ella. Si rompemos el nexo de presencia que une a la persona con su foto, esta se reduce a una materialidad insignificante. Es apenas un trozo de papel con unas figuras. Pero si acertamos a reconocer su valor de signo, la foto nos pone en presencia de esa persona (una presencia, obviamente, no inmediata sino mediatizada por el signo). Y si es la foto de un ser querido o de un amigo ausente, el retrato que tenemos delante puede hacer más llevadera su ausencia. Ya no se trata de un papel cualquiera; en él se hace de algún modo presente la persona amada, y por eso lo miramos o guardamos con cariño o veneración.

Nuestra conducta ante el símbolo es en cierta medida semejante. Tenemos en la mano una pequeña cruz de madera y la tratamos con una actitud de religioso respeto. Materialmente, la cruz no es nada más que un trozo de leño; pero simbólicamente resume todo el significado y el valor de la realidad que representa. Profanar la cruz sería injuriar de algún modo al mismo Cristo. El símbolo es y no es eso. De ahí que su formulación más apropiada sea el dicho medieval: stat aliquid pro aliquo..[14]

Este dicho se aplica tanto al signo como al símbolo, pero con una diferencia. Si el signo icónico sustituye a un objeto físicamente representable, el símbolo muestra y hace de algún modo perceptible lo que en realidad no lo es (la justicia, el valor, la fe, la esperanza, el amor). La realidad simbolizada no es, como en el caso del signo, una forma o figura accesible a la percepción sensorial (no es visible ni audible ni tangible). Por tanto, tiene que encarnarse en un objeto material que posee con esa realidad una cierta analogía, pero la analogía es más o menos vaga y, en muchos casos, más bien convencional. Por ejemplo,

la balanza como símbolo de la justicia,
la guadaña como símbolo del tiempo y de la muerte,
el fuego como símbolo del amor,
la paloma con la rama de olivo como símbolo de la paz,
la media luna como símbolo del Islam.

Aunque las cosas no son simbólicas en sí mismas, todas tienen la propiedad de ser elevadas a la dimensión de símbolos religiosos o profanos. Su transfiguración depende de la experiencia que logra percibir un sentido segundo en un objeto material concreto o en un significado literal. Pero no todo es apto para simbolizar indiferentemente una cosa o la otra. La azucena es sin duda más apta que la flor de cardo para representar la pureza. Cualquier elemento del mundo –una montaña, un árbol, una gruta– puede hacer presente lo divino ausente en virtud de un nexo que descubre la experiencia religiosa. Pero la analogía no está dada de antemano y se requiere un acto expreso de simbolización para relacionar una cosa con otra. La diaria salida del sol hizo de él un símbolo de la resurrección y, en general, de todo renacimiento o nuevo comienzo. Como el sol ilumina todas las cosas con la misma luz y las hace visibles y reconocibles, es además símbolo de justicia. Pero mal podría aplicarse al sol un simbolismo vinculado a lo opaco, lo oscuro o lo sombrío. En una palabra, las cosas son elevadas a la dimensión simbólica por lo que son y como lo son, pero la razón interpretativa es inseparable del símbolo. Con mucha frecuencia, son el mito o la tradición religiosa los que operan el nexo de simbolización..[15]

La simbolización

Por su referencia a un significado que lo trasciende, el significante simbólico suele ser caracterizado como «transparente» o «translúcido». El símbolo es además, en sentido propio, «metafísico» ya que remite a un significado que trasciende los fenómenos físicos.

Tales calificativos ayudan a comprender mejor la estructura del símbolo. Pero esa caracterización debe ser profundizada todavía más, porque ella se refiere al símbolo ya constituido y no al ejercicio de la función simbólica en cuanto tal, es decir, al proceso de simbolización. De ahí que para penetrar más a fondo en la verdadera naturaleza de lo simbólico sea preciso prestar especial atención a la producción del símbolo.

Este proceso se percibe al rojo vivo en una acción de Jesús bien atestiguada por los evangelios: sus comidas con los pecadores (cf. Lc 15.1-2; 19.5-7). Significativamente, los tres sinópticos se refieren a una de estas comidas después del llamamiento que Jesús dirige al publicano Leví hijo de Alfeo (llamado Mateo por el primer evangelista). Tales comidas tienen un carácter profundamente simbólico, pero es imposible captar ese simbolismo si no se tienen en cuenta los principales detalles del relato evangélico (Mc 2.13-17; cf. Mt 9.9-13; Lc 5.27-32).

Ante todo, Mateo es presentado como un publicano o recaudador de impuestos, y este era un oficio muy mal visto por el pueblo judío. La recaudación de impuestos era para ellos un trabajo sucio, no sólo por la corrupción en el manejo de dinero, sino, sobre todo, porque los tributos se recaudaban para satisfacer un gravamen exigido por Roma. Los romanos habían ocupado militarmente la Palestina y obligaban a los nativos a pagar un tributo. Para los judíos, que consideraban su tierra como un don de Dios, verla invadida por extranjeros era una verdadera abominación, agravada todavía más porque algunos connacionales colaboraban en aquella profanación tan humillante. Por tanto, el publicano era un traidor desde el punto de vista social y político, y también un pecador, porque sacaba un provecho indebido de una ocupación que desmentía la promesa de Dios. Como lógica consecuencia, los judíos observantes no querían tener el menor trato con ellos.

En el desarrollo del relato, la intervención de los fariseos empieza a elucidar el profundo simbolismo de la acción realizada por Jesús. Los fariseos, en efecto, ponían extremo cuidado en evitar toda forma de impureza. Su legislación se basaba principalmente en leyes que trataban de preservarlos de cualquier contacto con objetos o personas que pudieran volverlos ritualmente impuros. Por tanto, son precisamente los fariseos los que se escandalizan al ver la libertad con que Jesús se sienta a la mesa y come con publicanos y pecadores (Mc 2.16). Más aún, son ellos los que descubren de inmediato el desafío manifiesto en la conducta de Jesús..[16]

En todas las culturas, y particularmente en el mundo judaico, la comida en común significa participación e identificación. Los comensales que comen de un mismo pan y beben de una misma copa comparten también una amistad, un modo de vida, determinadas creencias y una misma fe. Por eso no era posible para un judío observante sentarse a una misma mesa con paganos o pecadores: una conducta tal, en efecto, equivaldría a condescender con el pecado y con la transgresión de la ley (Cf. Gl 2.12).

Esta actitud de la religión oficial ponía a los «pecadores» en una situación desesperada, porque les cerraba el camino de la salvación. Jesús, en cambio, es el Mesías que sana y salva. Sus acciones terapéuticas confieren al ser humano no sólo la salud del cuerpo sino también la total y completa liberación humana y religiosa. Y esta liberación la realiza con gestos y palabras (cf. Mt 11.2-6).

Aunque los fariseos se habían dirigido a los discípulos y no a Jesús, él interviene con una sentencia decisiva, que pone de manifiesto el verdadero sentido de su acción: No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (Mc 2.17). La expresión griega kakôs éjontes designa en primer lugar a los enfermos físicamente (cf. Mt 4.24; 8.16; 9.12; 14.35); pero en este contexto amplía su significación y se aplica a toda persona que se encuentra en una situación irregular desde el punto de vista religioso, espiritual y moral. Para Jesús, esta «enfermedad» no afecta la integridad física del cuerpo, sino la vida de comunión con Dios y el camino de la salvación.

Mientras que los antiguos profetas de Israel insistían sobre todo en los pecados del pueblo, Jesús se acerca a los pecadores. Así se presenta como el «médico» no sólo de los que padecen alguna enfermedad física, sino también de los que están alejados de Dios y tienen que volver a él. De este modo se reafirma la oposición entre dos maneras de concebir la salvación, que en el relato evangélico se irá agudizando cada vez más: por una parte, la de los «escribas y fariseos» fundada en la perfecta observancia de preceptos morales y rituales; por la otra, la de Jesús, que anuncia «un año de gracia del Señor» y lleva la buena noticia a los pobres, la libertad a los oprimidos y la liberación a los cautivos (Lc 4.17-19). Para los fariseos, pertenecer al reino significa atenerse con todo rigor a normas y a prácticas bien definidas; para Jesús, lo esencial es creer que la palabra de perdón que él dirige a los pecadores es una palabra que viene de Dios.

En la versión de Mateo (9.13), la frase interpretativa de la acción llevada a cabo por Jesús añade un inciso tomado de Os 6.6: Vayan y aprendan qué significa: «Misericordia quiero y no sacrificio.» Esta frase tiene sin duda un significado fundamental para Mateo, porque la pone dos veces en labios de Jesús (en este pasaje y en 12.7). Así él presenta a Jesús como el Mesías que pone en el ápice de la experiencia creyente no un culto hecho de normas y preceptos, o la adhesión externa a una ley, sino la práctica concreta de la misericordia: la misericordia y el amor de Dios manifestados en el Mesías Jesús, que no sólo sana los cuerpos enfermos, sino que integra en la comunidad de fe a los rechazados y marginados por las estructuras religiosas.

Con la frase de Oseas, el evangelista presenta a Jesús como el realizador de aquel proyecto profético e invita a sus lectores a situarse en la misma línea de acción. La palabra y el gesto de sentarse a la mesa con los pecadores se asocian en la acción simbólica, y así el mensaje adquiere una fuerza y una eficacia que no tendría si se expresara sólo de palabra.

En resumen, lo simbolizado ausente se hace presente en virtud del nexo que lo une a un significante material (el representante). El símbolo toma su materia del mundo fenoménico. En el caso de Jesús, se trata de una comida compartida con publicanos y pecadores. Pero la intención simbolizante atraviesa ese material empírico y, en el acto de significar, vincula el espíritu humano con una realidad que trasciende lo puramente perceptible o imaginario. Por ser parte del mundo natural, el significante queda abierto a una multitud de significaciones posibles, y es la razón interpretativa la que determina su significado. Por eso no existe símbolo sin logos.

Finalmente, conviene advertir que el ejemplo de simbolización antes propuesto, si bien aclara cómo puede llegar a constituirse un símbolo, no debe hacer pensar que todos los símbolos dependen de una acción simbolizante consciente e intencional. La verdad es, por el contrario, que la mayoría de los símbolos en que vivimos inmersos no los producimos nosotros con un acto imperativo, con una decisión voluntaria y con un gesto de dominio. Así como el sujeto hablante no crea el lenguaje, sino que asimila y usa la capacidad expresiva de su propia lengua, así también asimila la función simbólica y aprende a utilizarla para determinados fines. Naturalmente, no queda excluida toda posibilidad de invención. Pero la invención de nuevas formas es un momento segundo, que crea sobre la base de la eficacia original del símbolo..[17]

Metáfora y símbolo

De ahí la sutil distinción que se puede establecer entre la metáfora y el símbolo. La expresión metafórica designa una realidad preexistente. César Vallejo, por ejemplo, quiere expresar el sentimiento que produce una tarde solitaria y triste, y la presenta como una rotura: «hay algo quebrado en esta tarde, y que baja y que cruje» La metáfora es audaz; la aliteración («quebrado», «baja», «cruje») deja la impresión de algo que se rompe y que da como un crujido al romperse. Pero la tarde que el poeta evoca metafóricamente es una realidad prexistente, una angustiosa fuente de tristeza.

El símbolo, en cambio, no designa algo prexistente, sino que pretende crear lo que aún no ha sido designado. Podría decirse, en cierto sentido, que la simbolización consiste en llevar al lenguaje lo indecible, lo que puede sugerirse pero no expresarse con palabras. De ahí «el trance trágico del poeta»..[18] que para realizar esa especie de milagro no cuenta con otro medio que el lenguaje cotidiano, es decir, ese «rebelde» y «mezquino idioma» del que habla Bécquer en la primera de sus Rimas.

La metáfora en el lenguaje de la Biblia

La inevitable presencia de la metáfora en el lenguaje teológico y religioso es motivo suficiente para justificar el estudio de las expresiones metafóricas contenidas en los escritos de la Biblia. De ahí el interés que ofrece el amplio y bien documentado estudio de David J. Williams sobre las metáforas que utiliza en sus cartas el apóstol Pablo..[19]

El autor agrupa las metáforas paulinas por áreas específicas: vida en la ciudad, vida en el campo, vida familiar, esclavitud y libertad, tribunales, manufacturas y mercado, viajes, guerra y disciplina militar, prácticas cultuales, eventos deportivos y atención de ciertas necesidades físicas (la enfermedad, la ropa, la cocina y la limpieza, el manejo del hogar).

La vida familiar adquiere mucho relieve en las metáforas utilizadas por el apóstol: la madre que alimenta y cuida a sus hijos, el afecto que se extiende hasta la entrega de la propia vida, el padre que exhorta y anima a sus hijos (1 Ts 2.7-12). Pero entre las muchas metáforas que utiliza san Pablo, hay una –la del pedagogo– que resulta particularmente significativa por estar asociada a la ley de Moisés, que es uno de los temas fundamentales de su teología.

El pedagogo era una institución antigua, de origen griego. En tiempos de Pablo estaba difundida en todo el mundo greco-romano, y según parece también se la encontraba en algunas familias hebreas, ya que ese vocablo aparece en las fuentes judías como un préstamo tomado del griego. El hijo del historiador judío Flavio Josefo tenía un pedagogo.

Su función principal era acompañar al niño a la escuela durante todo el tiempo de su educación primaria y secundaria (desde los seis a los dieciséis años, aproximadamente), para protegerlo de todo peligro físico o moral. Al pedagogo le correspondía además la misión de ilustrar al niño en todo aquello que los griegos designaban con la palabra eukosmía: buenas maneras, lenguaje apropiado, competencia deportiva y «decencia» en todos los aspectos de la vida. Del pedagogo se exigía que disciplinara a su pupilo, incluso con severidad si era necesario. Pero su autoridad era transitoria: cuando el joven llegaba a la edad adulta, la misión del pedagogo se daba por concluida.

En una familia podía haber más de un pedagogo. La familia imperial tenía al menos uno para cada niño. Algunos textos de Platón, Epicteto, Luciano, Plutarco y Filón de Alejandría atestiguan que la importancia respectiva de los padres y los pedagogos fue en ocasiones tema de discusión, y es posible que Pablo haya estado al tanto de ese debate. De todas maneras, sea intencionalmente o no, él hizo un aporte a esa discusión al decir que su autoridad de padre era para los corintios más decisiva que la de cualquier pedagogo. Porque el pedagogo podía ser más capaz y aun más afectuoso que el padre, pero nunca llegaría a ser padre, porque este había dado la vida al hijo, mientras que el pedagogo era sólo su custodio e instructor por un breve tiempo: Aunque ustedes tengan muchos pedagogos en Cristo, no tienen muchos padres. Porque yo solo los he engendrado en Cristo por medio del evangelio (1 Co 4.15).

En Gl 3.23-25, Pablo compara la ley de Moisés con un pedagogo. Su intención al usar esa imagen se aclara en los v. 15-25. Él quiere mostrar que la ley no puede anular la promesa. Dios hizo una promesa de bendición al patriarca Abrahán, y la introducción de la ley 430 años después no cambió en nada la validez de aquella promesa (v. 15-18). ¿Por qué entonces se introdujo la ley? A causa de las transgresiones, dice Pablo no sin audacia (v. 19). Así pone de manifiesto el doble carácter de la ley.

Primero, la ley impone una restricción. En la vida, la función preventiva y protectora del pedagogo no dejaba de ser una cosa buena. El pedagogo cuidaba al niño, y Pablo tiene en cuenta esa restrictividad benéfica al hablar de la ley. La ley es buena, porque fue promulgada para frenar la propensión humana a la transgresión. Pero esta función restrictiva contiene también elementos negativos, ya que impide a los judíos mezclarse libremente con los gentiles. Los escritores judíos, tales como Aristea, hablan de levantar un «cerco» entre ellos y los demás:

Nuestro legislador… nos cercó con muros impenetrables y paredes de hierro, para que no nos mezcláramos con ninguna de las otras naciones y permaneciéramos puros de alma y cuerpo… Por eso, para que no fuéramos corrompidos por ninguna abominación, ni se pervirtieran nuestras vidas por contactos perniciosos, nos puso una valla con las reglas de pureza, que afectan por igual lo que comemos, bebemos, tocamos, oímos y vemos (139,142).

Aristea ve con buenos ojos que las cosas sean así. Pablo, en cambio, no comparte esa actitud, y su desacuerdo con el exclusivismo judío está expresado en Gl 3.23. Aunque él no desconoce el aspecto beneficioso de la ley, la imagen del pedagogo apunta a su aspecto menos deseable (es decir, a lo que podría llamarse su restrictividad negativa). En tal sentido, la ley es como un recinto que mantiene prisioneros, detrás de una puerta cerrada, a los que le están sometidos.

Cuando desarrolla estas ideas sin recurrir al lenguaje figurado, Pablo declara expresamente que la ley es santa, justa, buena y espiritual (Ro 7.12,14) y que ha sido dada para la vida (eis zoên). Sin embargo, el ministerio de Moisés, por cuya mediación fue promulgada la ley (Gl 3.19), es un ministerio de muerte y de condenación (2 Co 3.7-9). Esta situación paradójica plantea una grave dificultad, y por eso Pablo se detiene a explicar tan extraña conducta de Dios. Si Dios quiere realmente la vida, ¿por qué dio a los hombres una ley que los ponía bajo una maldición? ¿Por qué el mandamiento que debía llevar a la vida llevó de hecho a la muerte (Ro 7.10)?

Pablo resuelve la aparente contradicción poniendo de manifiesto la verdadera índole de la ley y la condición de los seres humanos a quienes estaba dirigida. Él nunca puso en duda (y en este punto su pensamiento coincidía plenamente con el de los judíos) que la ley expresa la voluntad de Dios (Ro 2.28). Pero una ley, incluida la que Dios promulgó en el Sinaí, no es en sí misma más que un sistema de esclarecimiento moral y de retribución, es decir, una norma exterior que indica a la persona las obras que debe realizar y que sirve para condenarla en caso de transgresión. Por sí misma, aclara san Pablo, la ley da a conocer el pecado (Ro 3.20). El ideal de vida que propone una ley puede ser muy noble, pero ella, por sí misma, no puede transformar a un ser carnal en un ser espiritual. La ley da al individuo la plena responsabilidad de sus actos (Ro 7.7), pero es impotente para eleminar esa potencia de muerte –el Pecado– que habita en el hombre y opera en sus miembros (Ro 7.17,23). En esto radica la impotencia inherente a toda ley (to adynaton tou nomou) y su incapacidad para dar la vida (Ro 8.3; Gl 3.21).

Por eso, dice Pablo, el régimen de la Ley no podía ser definitivo. Ella no es más que el pedagogo, y esta función específica define su carácter temporario y pasajero. La ley fue añadida (Gl 3.19) para multiplicar las transgresiones hasta que llegara la simiente prometida a Abrahán. También la promesa era una disposición transitoria, porque una promesa se acaba al ser cumplida. Pero la ley y la promesa llegaron a su término de manera distinta, ya que el advenimiento de Cristo significó, a un mismo tiempo, el cumplimiento de la promesa y la abrogación de la ley. Sin embargo, al declarar abrogada la Ley como medio de salvación, la fe no la priva de su valor. Al contrario, pone de manifiesto su verdadero sentido, porque el telos o fin de de la ley es Cristo (Ro 10.4).

Levoratti, Mons. Armando

Profesor de Sagrada Escritura en el Seminario Mayor de la Plata y miembro de la Pontificia Comisión Bíblica. Tradujo la Biblia que lleva por título El libro del Pueblo de Dios. Colabora como consultor honorario con Sociedades Bíblicas Unidas y ha participado en varios proyectos. Reside en La Plata, Argentina.

Notas

1  Maurice Cocagnac, La Parole et son Miroir. Les symboles bibliques (Coll. Lire la Bible), París:Les Éditions du Cerf, 1994.

2  La novela El extranjero, de Albert Camus, introduce en la trama de la narración esta sugestiva metáfora: en la sala donde los presos y sus vistantes se hablaban a los gritos, la muda presencia de la madre y su hijo era el único «islote de silencio»

3  «Los idiomas, dice Borges, están hechos de metáforas fósiles, como dijo Emerson, utilizando una metáfora« (M. Paoletti y Pilar Bravo, Borges verbal, Buenos Aires:Emecé Editores, 1999, pág.103).

4  Eddas es el nombre con que se designan las colecciones de las tradiciones mitológicas y legendarias de los antiguos pueblos escandinavos.

5  Citada por Fernando Lázaro Carreter en su Diccionario de términos filológicos, Madrid:Gredos, 21962, sub voce «metáfora«.

6  Colin Murray Turbayne observa acertadamente que las características humanas que Esopo atribuyó a los animales se han convertido, literalmente, en parte de sus respectivas «personalidades». Ya no simulamos que los zorros son astutos y las ovejas mansas; realmente son así. Por tanto, tendría que surgir otro Esopo para darnos asnos perspicaces y vacas llenas de crueldad. De ahí la conclusión: es algo muy distinto emplear una metáfora y ser empleado por ella (es decir, dejarse llevar por la frase hecha, el lugar común o el clisé). Cf. Colin Murray Turbayne, El mito de la metáfora, México:FCE, 1974, pág.36.

7  Según una definición bastante corriente, la oración es la estructura verbal que tiene «unidad de sentido con autonomía sintáctica«. Una oración puede estar formada con una sola palabra («?Basta!«), y en tal caso la oración se llama «unimembre». Pero muchísimo más frecuentes son las oraciones «bimembres» o sintagmas compuestos de sujeto y predicado.

8  La relación de causa a efecto se expresa bellamente en estos versos de Fray Luis de León: «Aquí la envidia y la mentira / me tuvieron encerrado» La metonimia incluye una elipsis que suprime a los causantes del encierro, que obraron por envidia y engañosamente.

9  Jorge Luis Borges en su ensayo «Los Kenningar» publicado en sus Obras completas y también en Nueva antología personal (Barcelona:Club Bruguera, 1979, págs. 270 s.).

10  Estas expresiones son las que usa Rubén Darío en su famoso poema «Los motivos del lobo». Cf. también Génesis 49,27: Benjamín es un lobo feroz; por la mañana se come a su víctima y por la tarde reparte las sobras.

11  El león, como animal simbólico, aparece en numerosas culturas. Los templos egipcios y asirio-babilónicos solían estar custodiados por estatuas de leones. En Egipto se encuentran representaciones de leones adosados por la espalda, que simbolizan la salida y la puesta del sol, el este y el oeste, el ayer y el mañana. En el culto de Mitra, el león es símbolo del sol, y el dios hindú Krishna, e incluso Buda, son comparados con un león (cf., por ejemplo, Marianne Oesterreicher-Mollwoll, Herder Lexikon Symbole, Freiburg im Brisgau:Verlag Herder, 1978.

12  Un tipo muy frecuente de metáfora es la llamada en alemán Tiermetapher o Animalisierung, que consiste en emplear con sentido metafórico los nombres de animales (v. gr., la tosudez del asno, la astucia del zorro, la crueldad del lobo, la memoria del elefante, la fuerza del toro, la traicionera picadura de la víbora).

13  Véase el libro de Dorothee Sölle El Representante (Buenos Aires: Editorial La Aurora, 1972). Con notable profundidad teológica, la autora pretende en este libro «reeditar uno de los más antiguos títulos de Jesús: el Representante», título más abstracto que el de «rey» o «señor» y que por eso mismo no pertenece a ninguna otra figura religiosa ni está cargado de connotaciones o imágenes (p. 13).

14  «Una cosa está en lugar de otra.»

15  Sin embargo, como lo hace notar Paul Ricoeur, no siempre es posible objetivar conceptualmente y reducir a ideas claras y distintas la relación analógica que empalma el sentido segundo con el primero. El sentido simbólico se construye en el sentido literal y por medio de este, que opera la analogía proporcionando el análogo. Este sentido primero nos arrastra más allá de sí mismo, pero la relación analógica que se establece entre el símbolo y lo simbolizado no se reduce pura y simplemente a la fórmula A es a B como C es a D. Cf. Paul Ricoeur, La simbólica del mal, tomo II de Finitud y culpabilidad (Madrid: Taurus, 1969), p. 179.

16  La intervención de los fariseos se introduce con el imperfecto élegon («decían»). El aspecto durativo de esta forma verbal parece indicar que el reproche se venía repitiendo desde hacía tiempo.

17  En este punto habría que hacer referencia al simbolismo inconsciente de Freud, al arquetípico de Jung y al psicoanálisis de los símbolos elementales (agua, aire, tierra, fuego) tal como lo desarrolla Gastón Bachelard.

18  Esta expresión es del poeta español Juan Ramón Jiménez.

19  David J. Williams, Paul’s Metaphors. Their context and character (Peabody, Massachusetts: Hendrickson Publishers, 1999).